«Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de
ellas me apedreáis?».
Los judíos le contestaron:
«No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo
un hombre, te haces Dios».
Jesús les replicó:
«¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: sois dioses”? Si la Escritura
llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la
Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros:
“¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios”?
Si no hago las obras de mi
Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las
obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre».
Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos. Se marchó de
nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde antes había bautizado Juan, y se
quedó allí.
Muchos acudieron a Él y decían:
«Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad».
Y muchos creyeron en Él allí.
Creer por las obras
Jeremías, el profeta desoído y maltratado por su propia
gente, es imagen del destino de Jesús, rechazado y perseguido por los
principales del pueblo.
Es significativo que el rechazo se produce en el
Templo, lugar de culto y centro y símbolo de la religiosidad del Israel. La
causa de la persecución y del intento de lapidación ya no es el pretendido
incumplimiento de la ley, sino la pretensión de Jesús de ser Hijo de Dios.
Jesús responde a esa acusación anunciando que esa identidad suya no es
exclusiva, sino inclusiva: la salvación consiste en la filiación divina, en
entrar en el ámbito de la divinidad, que se alcanza precisamente por medio del
Hijo, aceptando la palabra de Jesús.
Pero del duro diálogo con los judíos cabe concluir que
“ni por esas”. La contumacia de sus oponentes es total, como en el caso de los
enemigos de Jeremías, lo que significa que su suerte, como la del profeta, está
echada. Por eso, se retira del Templo y se va al desierto, al lugar de sus
orígenes, del bautismo de Juan, del comienzo de su ministerio y de sus primeros
discípulos. Es un gesto profético que se puede interpretar como una
reivindicación del testimonio de Juan sobre él. Y es allí, en el desierto,
donde “muchos creyeron en él”. Si el Templo, símbolo del poder religioso, lo
rechaza, es en el desierto, lugar de la experiencia fundante de Israel, donde se
produce la fe.
La Cuaresma, ya en su recta final, nos
invita a volver al desierto, a la experiencia del despojo, del camino
esperanzado y de la purificación, para poder encontrarnos con el verdadero
Templo de Dios, la humanidad de Jesús, el Hijo de Dios Padre, que, como un
nuevo maná, quiere compartir su condición con nosotros.
Desde aquí, también aprovecho para informa que el Miércoles Santo, a las 20 horas, en la Parroquia de la Merced. Se hará un pequeño guiño a nuestra Procesión del Silencio, con control de aforo pertinente.
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